Más allá del Gran Hermano
Las metáforas con las que pensamos la vigilancia pueden reducir el espacio de nuestra imaginación. Un problema de vigilancia vertical Estado-personas, una lectura desde el panóptico, puede cerrarnos las puertas a otros caminos que vale la pena explorar y proponer. ¿Cómo hacer para que lo que parece una cárcel empiece a parecerse más a nuestras ciudades caóticas, a veces hostiles, casi delirantes?
Por Juan Diego Castañeda*
Howard: Mira, en el techo, Anais y Giselle se están bronceando. A la europea [se ríen]
Leonard: ¿Y es que pueden ver personas con Google Earth?
Howard: Claro que no. Tengo un amigo en NORAD que puso a volar un dron espía cerca.
Leonard: ¿NORAD? ¿Están usando drones militares?
Howard: Ya estaba programado para espiar un reactor nuclear en Sibera. El desvío le habrá tomado una hora, como mucho.
The Big Bang Theory — Segunda Temporada, Episodio 7 — “The Panty Piñata Polarization”
Constantemente usamos las metáforas del Gran Hermano y de panóptico para hablar de la vigilancia, como lo aprendimos con 1984 de Orwell o con las referencias obligadas a Bentham y a Foucault cuando la gente quiere hablar de cómo el Estado nos controla. Quienes trabajamos en campos relacionados con la tecnología, sin importar la disciplina, usualmente nos vemos obligados a tomar bando: promover el uso de tecnologías digitales, aunque con precauciones o sospechar de ellas y de un Estado que no quieren dejar ningún espacio por fuera de su influencia.
El problema de esas metáforas, que más bien son un guión con el que leemos la tecnología, es que recortan la lista de personajes drásticamente y sólo quedan el Estado y la ciudadanía. Sin embargo, la vigilancia es ahora persistente, no proviene sólo del Estado y por lo tanto los “objetos de vigilancia” no son los ciudadanos subordinados como dicen Lyon y Bauman en “Vigilancia líquida”. Además, esta forma de pensar los problemas de vigilancia, seguridad y derechos humanos nos dejan impotentes ante el poder del Estado. Podemos protestar, pero por alguna razón eso no parece ser tan efectivo en nuestros países. ¿Acaso esa oposición ciudadanos-gobierno es la única posibilidad para llevar los asuntos públicos?
Las cámaras de vigilancia son uno de los elementos que mejor representa la idea del gran hermano, de la mirada constante que nos enseñaron a leer Orwell, Huxley y Zamyatin entre otros. Y, de nuevo, a través de esa lectura pasamos por alto que hay otras posibilidades. Por ejemplo, las cámaras pueden traer efectivamente seguridad, pero de forma inesperada:
De ahí que a las tres de la mañana de un viernes cualquiera los chirris no tengan otra opción que gravitar bajo esta cámara de video, instalada a siete metros de altura, y dejarse observar por su silencioso ojo electrónico. Fuera del radar de este poste de luz, a cualquiera de los más de veinte muchachos con los que nos cruzamos podría llegarle su última noche sin que quedara el menor rastro de lo ocurrido. Su cuerpo amanecería flotando en el Lago, un humedal que queda en las faldas de la montaña y que todos reconocen como el mayor botadero de muertos del sector (envueltos en bolsas, los cadáveres que son lanzados al Lago se conocen como “cocodrilos”). (Pasamos la noche en Cazucá y descubrimos cómo opera la limpieza social. El Espectador, 2014)
La inseguridad urbana, con la que usualmente se justifican medidas de vigilancia, no sólo es una posición política que opta por el control en vez de la integración, sino que también es un discurso que sirve como justificación del malgasto de dinero público. En Bogotá, por ejemplo, se invirtió mucho dinero en un sistema de cámaras de vigilancia con reconocimiento facial que nunca funcionó, aunque sí se financió. Nuestras claves para leer la vigilancia han estado allá, en esos libros famosos, en esas metáforas bien reconocidas. Pero la vigilancia que efectivamente ha estado frente a nosotros puede no encajar con la forma en la que hemos aprendido a reconocerla y criticarla. La vigilancia como corrupción (o al revés) parte de un diagnóstico muy básico de los problemas sociales: para combatir el crimen y aumentar la seguridad, es necesario aumentar la vigilancia. Quien se sabe siempre observado y vigilado, se cree, no hará nada ilegal o por lo cual la policía pueda tener una excusa para aprehenderlo. Y esa pareja problema-solución, puede aplicarse a cualquier contexto, por eso hay más cámaras en las calles, más vigilancia de lo que hacen las personas en sus trabajos, más controles de ingreso y salida a un país. Esa lejanía y verticalidad con la que se imponen las soluciones de vigilancia propicia la compra de cualquier solución de allá, porque ellos saben más, porque allá sí funcionan las cosas.
¡La privacidad ya no existe! Como si fuera la máquina de escribir que veíamos en algunas casas, hablamos de la privacidad como si los computadores y celulares, el internet y las bases de datos digitales hubieran provocado la salida de ese artefacto viejo y pesado de nuestras vidas, como si la privacidad aparte de obsoleta fuera también innecesaria. Y es que con formas de comunicación tan avanzadas y excepcionales como el internet, pareciera que todo aquello que llamábamos íntimo o privado ha casi desaparecido. Un hábitat y sus propias especies en extinción.
Sin embargo, lo privado es lo que oponemos a lo público, es decir, es aquello que defendemos de “otros” y esos otros los vamos definiendo en la marcha. Puede ser alguna agencia del gobierno que quiere escuchar nuestras conversaciones, pero también puede ser nuestro colegio o universidad que quiere saber más de lo que hacemos por fuera de sus edificios; puede ser nuestra pareja, a quien no queremos compartir los mensajes que intercambiamos con otra persona, porque toda la educación familiar y social nos dice que solo podemos querer a una persona (y del género opuesto). Y aún así, nos quedamos cortos. Al fin de cuentas estamos oponiendo el derecho a la intimidad de un individuo sobre las pretensiones de otros de conocer y controlarnos a través de ese conocimiento. Pero ¿qué pasa si nos detenemos un poco más en esas pretensiones? ¿de dónde vienen? ¿por qué quieren saber tanto?
En muchos casos, la defensa de la intimidad es instrumental, es como una defensa contra el novio celoso, contra la policía abusiva o las agencias de inteligencia manipuladas. Al final no es claro si queremos defender la intimidad o queremos defendernos de abusos en donde lo que importa es ser la piedra en el zapato de algún político corrupto, o ser una persona que, aunque está en una relación de pareja, no quiere conceder al otro el poder de conocerlo todo, en cualquier momento. En otras palabras, empezamos a entender que vigilar cada segundo de su vida, que perseguirla para decirle que nos roba el aliento, no es sólo una violación de su intimidad sino que es una forma particular de afirmar que hay cosas que una mujer debe soportar en nombre del amor. Lo que le pasa a una quizás le pasa a muchas, aún en su intimidad, incluso a pesar de ella.
Cuando hablamos de esa privacidad en abstracto, imaginando un “individuo”, obviamos los aspectos más concretos de la vigilancia: a quién se vigila y para qué. Se vigilan mujeres, activistas, periodistas, indígenas; se hacen batidas o redadas en barrios pobres percibidos como problemáticos, se actúa sobre el cuerpo del negro, de la mujer, del indígena y del inmigrante. Entonces, ¿qué cuenta como vigilancia y qué cuenta como privacidad? ¿Es privado, y por tanto ajeno a cualquier crítica o escrutinio, lo que pasa en una habitación entre una pareja? No debería sorprendernos que un hombre que agrede incluso físicamente a una mujer en la calle, les responda a quienes intentan decirle que se detenga, que tiene “permiso” de hacer lo que se le venga en gana porque son asuntos “íntimos”. La vida privada, definida como aquello que no le concierne a los demás, lo que debe estar libre de intervenciones externas, del Estado o de otras personas parece ignorar que “lo privado es político”. En lo privado ocurre la violencia de género, bajo la protección del secreto y la mirada pública ocurre la corrupción.
¿Qué pasa cuando definimos la privacidad como un problema estrictamente individual en detrimento de su dimensión social? Se trata de lo que pasa con mis comunicaciones, mis fotos, o mis datos. ¿No estaremos perdiendo la oportunidad de conectar los problemas de vigilancia –estatal, corporativa, interpersonal– con problemas más amplios, más comunes y compartidos?
A pesar de la forma en la que imaginamos la vigilancia y la privacidad misma –que por supuesto puede variar según el contexto– la resistencia y la creación de alternativas es posible. Por ejemplo, a pesar de que las noticias digan que suben los índices de seguridad no nos roban a todos todos los días. ¿De dónde viene esa seguridad, especialmente cuando no hay policías suficientes, cuando no hay cámaras de seguridad ni drones, cuando el sistema judicial es deficiente, lento e incluso corrupto?
Quizás hay muchas formas de seguridad que no utilizan mecanismos de vigilancia tecnológica o policial. Por ejemplo, en ciertos barrios de Bogotá donde la violencia iba en aumento, organizaciones sociales realizaron una serie de acciones colectivas como caminatas nocturnas, ollas comunitarias o intervenciones artísticas que ayudaron a reducir efectivamente el número de muertes violentas en estos barrios. Acciones que casi le “arrebatan jóvenes a los actores armados y les muestran opciones de vida alternativas basadas en valores como el estudio, el trabajo en equipo, la solidaridad y la bondad”. Esto no tiene nada que ver con grupos “de seguridad” en barrios, no es la semilla de la conformación de grupos de seguridad privada sino, en un espacio diametralmente opuesto, se trata de la reconformación del tejido social, de la provocación del debate público pacífico y de la “territorialización de los derechos”(Peña, 2014).
Para superar la impotencia hay que atender consejos dirigidos al individuo en particular: asegura tu celular, no compartas datos innecesariamente, etc. Pero ese tipo de seguridad se agota y hay que pensar en qué otra cosa somos más allá de nuestra individualidad, cómo nos juntamos en nuestros territorios, a qué grupos pertenecemos y cómo nos afecta la vigilancia como grupo.
Anna Tsing en “The Mushroom at the End of the World” persigue al matsutake, un hongo que elude ser cultivado y reproducido a escala industrial, por lo que personas con todo tipo de historias se lanzan por el mundo a recoger este tesoro. Esa rebeldía del matsutake también enseña algo sobre los límites de la imaginación a la hora de encontrar alternativas, y en últimas, de aquellos contextos en donde creemos posible la vida. El matsutake crece en ambientes donde el paso de la industria humana ha dejado un estado de precariedad en el que otras especies no sobreviven, pero el matsutake, del que se dice fue el primer organismo que creció después de la caída de la bomba atómica en Japón, se asocia con pinos y otros árboles, lo que genera una dinámica que les permite sobrevivir. De nuevo las metáforas con las que pensamos la vigilancia pueden reducir el espacio de nuestra imaginación. Un problema de vigilancia vertical Estado-personas, una lectura desde el panóptico, puede cerrarnos las puertas a otros caminos que vale la pena explorar y proponer. ¿Cómo hacer para que lo que parece una cárcel empiece a parecerse más a nuestras ciudades caóticas, a veces hostiles, casi delirantes? ¿Cómo empezar a apreciar la rebeldía de organizaciones sociales, colectivos de arte y otras personas que como el matustake reafirman centímetro a centímetro su existencia donde otras lecturas nos decían que allí no hay vida ni alternativa?
Una vez estaba en un bus, medio asfixiado por la cantidad de gente que había, y obviamente todas las sillas estaban ocupadas, incluso las azules, destinadas a personas con alguna condición que amerite garantizarles un puesto fijo. Un señor que al ver a una mujer embarazada que trataba de buscar un asiento entre la gente, gritó “¡una silla para una señora embarazada, no importa el color!”. Quizás pasa lo mismo con todo aquello que queremos defender. Necesitamos que la policía deje de abusar de los aparatos y entrenamiento que se pagan con el dinero de todos, que la obsesión deje de disfrazarse de amor y la agresión de cariño.
*Integrante del equipo de investigación de “Tour Delirio. Salsa y Vigilancia” y Coordinador de proyectos en la Fundación Karisma. En los diciembres toca el bajo en “Los Claudios de Colombia”. Twitter: @juandiego